Se están haciendo en España recortes muy sustanciales del gasto público social que financia las transferencias públicas (tales como las pensiones y las ayudas a las familias) y los servicios públicos (tales como la sanidad, la educación, los servicios de ayuda a las personas con dependencia, las escuelas de infancia, los servicios sociales, entre otros) que representan la mayor reducción del Estado del bienestar español que éste haya sufrido en los 33 años de democracia. Estos recortes los está realizando el Gobierno central, así como gran número de gobiernos autonómicos, habiendo sido particularmente acentuados en Catalunya.
Tres observaciones tienen que hacerse a raíz de estos hechos. Una es que ninguno de estos recortes estaba anunciado en los programas electorales de los partidos gobernantes que los están haciendo. En realidad, todos ellos subrayaron en sus campañas electorales que no realizarían recortes en las transferencias y servicios que están siendo recortados. La segunda observación es que estos recortes se presentan, tanto por el establishment político como por el mediático, como inevitables y necesarios, y responden –según tales establishments– a la presión externa de los mercados financieros, los cuales señalan la necesidad de realizar tales recortes. Este argumento de inevitabilidad y necesidad ha calado en la opinión popular como consecuencia de una promoción masiva por parte de los medios de información de mayor difusión (tanto públicos como privados) del país, que han estado respaldando tales recortes. Uno de los rotativos de mayor difusión presentó anteayer unas encuestas mostrando que, puestos a escoger, había más españoles que, para reducir el déficit, preferían los recortes a la subida de impuestos. Parecería, pues, que los recortes que se están llevando a cabo tienen el apoyo popular que los legitimiza.
Este argumento de inevitabilidad, sin embargo, es profundamente erróneo. Y la percepción de apoyo popular está también equivocada. Miremos primero el argumento de que los recortes tan intensos del gasto público social se deben a la presión de los mercados. La lectura de los informes de las agencias de valoración de bonos y de los mayores centros financieros muestra una variabilidad de opiniones. Así, en ocasiones expresan inquietud sobre el tamaño del déficit y de la deuda pública, pero en otras ocasiones, como ahora, muestran gran preocupación por la falta de crecimiento económico. En cuanto a la reducción del déficit, tales instituciones financieras no indican cómo debería realizarse. Una manera es mediante los recortes de gasto público social, pero no es ni la única ni la mejor manera de conseguirlo. Una alternativa es aumentando los impuestos. Así, en lugar de congelar las pensiones (con lo que se intentan ahorrar 1.200 millones de euros), se podrían haber conseguido 2.100 millones de euros manteniendo el Impuesto del Patrimonio, o 2.552 millones si se hubieran anulado las rebajas de los impuestos de sucesiones, o 2.500 millones si se hubiera revertido la bajada de impuestos de las personas que ingresan más de 120.000 euros al año, recortes de los impuestos apoyados –todos ellos– por los partidos que ahora hacen estos recortes de gastos.
O en lugar de los enormes recortes en sanidad que intentan conseguir un ahorro de 6.000 millones, podrían haber anulado la bajada del Impuesto de Sociedades de las grandes empresas que facturan más de 150 millones de euros al año (y que representan sólo el 0,12% de todas las empresas), recogiendo 5.300 millones de euros. O en lugar de recortar los servicios públicos como sanidad, educación y servicios sociales (logrando un total de 25.000 millones de euros), podrían haber corregido el fraude fiscal de las grandes fortunas, de la banca y de las grandes empresas (que representa el 71% de todo el fraude fiscal), recogiendo mucho más, es decir, 44.000 millones.
O, en lugar de reducir los servicios de ayuda a las personas con dependencia (intentando ahorrar 600 millones de euros), podrían haber reducido el subsidio del Estado a la Iglesia católica para impartir docencia de la religión católica en las escuelas públicas, o eliminar la producción de nuevo equipamiento militar, como los helicópteros Tigre y otros armamentos.
El hecho de que se escogiera hacer los recortes citados sin ni siquiera considerar estas alternativas no tiene nada que ver (insisto, nada que ver) con las presiones de los mercados financieros. La reducción del déficit público podría haberse logrado revirtiendo las enormes rebajas de impuestos que han beneficiado primordialmente a las rentas superiores (una persona que ingrese más de 300.000 euros al año ha visto reducir sus impuestos durante el periodo en que España estuvo gobernada por Aznar y por Zapatero un 37%, mientras que la gran mayoría de la población apenas notó esta bajada).
El supuesto apoyo popular a tales recortes no puede derivarse de la pregunta sesgada y tendenciosa de preguntarle a la población si para reducir el déficit prefieren los recortes en el Estado del bienestar o el aumento de los impuestos. La palabra “impuestos”, sin aclarar de quién, genera siempre una respuesta predecible de rechazo. Pero si, en lugar de utilizar el término genérico “impuestos”, se utilizara el aumento de impuestos citados en este artículo, que se centra primordialmente en las rentas superiores (revirtiendo las enormes reducciones que les beneficiaron) y que no afecta a la gran mayoría de la ciudadanía, la respuesta sería opuesta a la que aquella pregunta tendenciosa indica. Que estas alternativas no tengan la centralidad política o la exposición mediática que tienen los recortes se debe a que las rentas superiores, la banca y la gran patronal, tienen mucho más poder sobre el Estado español que las clases populares, que son las que están más afectadas por los recortes.
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